El jueves de hace dos semanas había puesto la alarma para las seis de la mañana pues quería lavar un poco de ropa, incluida una chumpa impermeable que dejó mi hija mediana antes de irse al imperio del norte: creo que la última vez fue utilizada, por Rb, hace varios años y nomás ha estado en el cuarto de la lavandería por muchos meses.
Pero, como anoche me tomé un gran vaso de agua por la noche, me desperté a las cinco para ir al baño; luego me quedé en la cama: había esperado dormirme pero me puse a revisar mis correos y whatsapp y ya no concilié el sueño.
A las seis sonó la alarma y me levanté a meditar; también me di cuenta que, lo más probable, es que no lograré continuar con el ritmo de meditación (once minutos por la mañana y once minutos por la noche) durante la semana que iré a realizar trabajo voluntario: me imagino que compartiré habitación con alguien y no creo que nos sintamos cómodos con mi práctica.
Después de meditar recolecté un poco de ropa sucia y lo llevé a la lavadora, para completar un ciclo con la chumpa que debía lavar para mi viaje del sábado; luego de que Rb le diera de comer a sus perros -y desayunó también- empacamos las hamburguesas y ensaladas que habíamos preparado y nos fuimos al parque temático más grande de la ciudad; el viaje de ida no estuvo tan pesado; nos llevamos como cuarenta y cinco minutos para llegar al parqueo (por el que pagué dos dólares y medio).
Pero, por ser temporada escolar, el lugar estaba repleto (en el parqueo habían docenas de buses); en vez de comprar un brazalete -que sirve para subirse a cualquier juego durante un día- Rb compró un pasaporte -creo que son doce juegos pero puede usarse cualquier día-, lo que fue una buena decisión porque con tantos niños en el parque nomás se pudo subir a dos juegos (y el mejor para ella -el rascacielos- dejó de funcionar justo en su turno).
Al final se subió dos veces a una pequeña montaña rusa; antes del mediodía nos metimos al zoológico y luego retornamos al área techada para almorzar; después le propuse que volviéramos a casa pues retornaríamos justo a tiempo del almuerzo de sus animales.
Por la tarde -después de sacar a caminar a sus perros- fuimos a los supermercados que están en dirección sur: estaba lloviznando ligeramente; en el supermercado más alejado compré cinco latas de atún -parte del pedido de mi hija mayor-; luego, después de pasar al otro supermercado, caminamos de vuelta a casa.
Le propuse a Rb que vendría a dejar la bolsa de compras -estaba un poco pesada- pues quería quitar de los lazos la ropa que había lavado en la mañana -seguía lloviznando ligeramente-, mientras ella continuaba a la tienda de las verduras, a donde iría luego a buscarla.
Vine rápido a la casa, quité de los lazos la ropa -la chumpa que debo llevar al viaje del sábado estaba bastante seca- y luego me dirigí a la tienda -tomé en la salida el paraguas-; en donde compré el resto del pedido de mi hija: tomates, manzanas y limones.
Después retornamos a casa.
El viernes me levanté -sin alarma- a las seis y media; medité y salí a preparar mi desayuno de los fines de semana; después hice Duolingo; Rb se despertó -como siempre- a las ocho y, luego de que tomara su desayuno, nos dirigimos a tomar el busito; pues habíamos quedado de que la acompañaría en su visita semanal al mercado del centro histórico.
El busito no tardó mucho en pasar y luego tomamos el transmetro; en el mercado del centro histórico Rb adquirió frutas para toda la semana; luego retornamos al centro comercial en donde se estacionan los busitos que vienen al municipio; allí, en un supermercado, Rb compró algunas otras provisiones -y me compró un par de muffins en una panadería-.
Después del almuerzo -seguían las lloviznas- lavé los trastes y después me dirigí a la reunión que había concertado con mi ahijado profesional; cargué en el auto la despensa semanal de mi hija y un espejo de medio cuerpo que Rb me cedió en la época en la que compartí casa con mis hijas mayores.
Era un poco más tarde de las tres y, aunque la reunión estaba concertada para las cuatro, no quería arriesgarme a llegar tarde; pero no había mucho tráfico, al menos en la salida del municipio; el inconveniente llegó cuando traté de tomar la avenida sobre la cual está el comercial en donde habíamos acordado la reunión: cinco o seis calles antes de llegar al semáforo pasé un buen tiempo detenido.
Considerando que me iba a llevar mucho tiempo en la intersección giré noventa grados y me dirigí al comercial que está a la misma altura de mi destino pero del lado contrario de la vía principal; no tuve muchos contratiempos en llegar al comercial -aunque sí para encontrar parqueo: tuve que subir hasta el sexto nivel a parquearme!-; había considerado que gastaría cinco o seis dólares en el parqueo pero preferí pagar eso a estar media hora más en el tráfico.
Desde el comercial -bajé del sexto al primer nivel en elevador y luego caminé casi un kilómetro pues la pasarela no está tan cerca- llegué al café y me metí a los servicios sanitarios; después me senté en una mesa cerca de la puerta para esperar por mi ahijado.
Cuando estaba esperando se acerco un guardia del centro comercial a la puerta y me hizo señas de que saliera un momento; me preguntó si pensaba consumir!, otra vez no reaccioné como esperaría hacerlo: calmado y respondiendo normalmente; sino que subí mi tono de voz para afirmarle: por supuesto! en fin.
Al lugar había llegado con tres o cuatro minutos de anticipación y mi ahijado se apareció cinco o seis minutos después de la hora acordada; conversamos un momento y luego pedimos un café y un pastelillo (él había insistido en que en esta ocasión él quería hacerse cargo de la cuenta).
Además, le entregué un regalo que le llevaba: uno de los libros que me retornaron de la donación de la biblioteca; estuvimos en el lugar hasta las seis en una conversación muy animada sobre la vida y sucesos de cada uno.
A las seis nos despedimos y retorné por el auto; al final el costo del parqueo fue nomás de un par de dólares; le escribí a mi hija que iba tarde -antes le había enviado un mensaje informándole que llegaría entre cinco y media y seis de la tarde-.
El tráfico no estuvo más pesado que en otras ocasiones y a las seis y media estaba enviándole un mensaje -desde el primer nivel- a mi hija, avisándole que estaba por entrar en su habitación; la encontré un poco más animada que la semana anterior: ha estado ejercitándose un poco con la pierna que ha tenido inactiva por más de tres meses; preparé té -de manzanilla para ella y de hierbabuena para mí- y luego estuvimos una hora conversando sobre la vida y sucesos de ambos.
A las siete y media me despedí e inicié el viaje de vuelta a mi casita: estaba lloviendo un poco fuerte y el periférico estaba bastante lleno; afortunadamente no hubo ningún inconveniente y un poco más tarde estaba estacionando el auto frente a la casa.
Hice un poco de Duolingo y vi el tercer capítulo de la cuarta temporada de The Boys; también preparé la mochila con cuatro mudadas para el viaje que inicia este sábado -y termina el siguiente-; Rb también terminó de ver el último capítulo de la tercera temporada de The Chosen; a las once me retiré a mi habitación para leer, y meditar.
El sábado la alarma sonó a las seis y media; me levanté a meditar y luego preparé el desayuno de los fines de semana; después hice Duolingo y avancé un poco con mis lecturas; también terminé de revisar la mochila que Rb me prestó para el viaje -incluso me prestó un par de botas que utilizaba en su época de montañista-.
A las nueve me despedí de Rb y empecé el viaje para acompañar a un grupo de misioneros cristianos -aún no sabía si católicos o protestantes- en su visita a conocer a las personas que apadrinan: familias que perdieron todo en el conflicto armado y ahora cultivan café en sus pequeñas parcelas.
Debía estar en el aeropuerto a las once de la mañana -la coordinadora de la organización me había facilitado el contacto del líder local del grupo de visita y había confirmado la hora-; el busito no tardó mucho en pasar por lo que tomé el Transmetro con buen tiempo.
Me apeé en la estación más grande del mismo y desde allí tomé un autobús hacia el aeropuerto; llevaba una tarjeta prepago para abordar el bus pero ahora -según el conductor- solo aceptan efectivo -sesenta y cinco centavos de dólar-; llegué al aeropuerto con una hora de anticipación.
Al igual que en los otros viajes que he realizado de este tipo, había pagado por internet en mi celular para un par de semanas, por lo que estuve en comunicación constante con Rb; aprovechando que había llegado temprano entré a los baños y luego busqué una banca para esperar -leyendo- mientras llegaba la hora de la reunión.
A las once le escribí al líder del grupo -y a la coordinadora, pues no recibí respuesta-; ambos estaban en el lugar -con dos o tres compañeros adicionales-; al final el vuelo -cómo no- se atrasó casi una hora y un poco antes del mediodía estábamos abordando el bus que nos llevaría al departamento al que fui a recibir la inducción de este proyecto al principio del año.
Íbamos tres traductores: una de las chicas que conocí en la reunión de inducción -en trámites de graduarse como traductora en mi Alma Mater- y un tipo con todas las características de un latino crecido en el Imperio del Norte: tatuajes en brazos y cuello y una forma de hablar bastante distintiva.
La chica se fue en los asientos del frente -con el líder del grupo- y el otro traductor y yo nos fuimos hasta la parte de atrás; un poco más tarde nos repartieron lo que serían nuestros almuerzos durante la siguiente semana: Lunch Boxes -un emparedado de jamón y queso, un emparedado de jalea y mantequilla de maní, una manzana y una gaseosa-.
Lo malo del viaje fue que, justo cuando estábamos abordando el bus, se desató una lluvia torrencial, que ralentizó el tráfico de una forma extrema -al parecer también había uno o dos accidentes en la carretera-: el viaje hasta la salida de la ciudad -que normalmente toma veinte o treinta minutos- se alargó durante tres horas y media.
Finalmente logramos salir de la ciudad y en una de las ciudades vecinas el bus se detuvo en una gasolinera para que todos pudieran ir al baño -y/o comprar algo en la tienda de la gasolinera-; al ver que las colas estaban muy extendidas me pasé al comercial vecino y me metí a una tienda industrial a comprar unos tapones para oídos -para poder usar el baño-; además compré un helado.
Luego retorné al bus y el líder me pidió que ayudara a los estadounidenses en sus compras; entré a la tienda y estuve traduciendo mientras los jóvenes -eran en su mayoría sophomores, juniors y seniors- completaban las compras de snacks y bebidas.
El viaje continuó sin contratiempos durante las siguientes tres o cuatro horas y cuando la noche ya había caído llegamos a las afueras de la ciudad en donde se encuentran las oficinas de la organización con la que estaba colaborando: en esa área está el comedor en donde el grupo debía cenar y desayunar -y bastante cerca el hotel donde debíamos pernoctar-.
Después de una buena cena -siempre nos presentaron un bufé de desayuno o cena, además de café, pan y bebidas frías- nos dirigimos al hotel y luego de repartirnos las llaves y los controles de tv -todos los misioneros (incluidos los líderes) contaban con cuartos compartidos mientras que los miembros del equipo local teníamos habitaciones individuales-, nos retiramos para finalizar la primera jornada.
Ya en mi habitación me puse a hacer Duolingo y, luego de leer un poco, realizar la meditación nocturna; también estuve -en la mayor parte del viaje- viendo bastante televisión; y creo que es porque tengo más de quince años de no poseer este aparato doméstico; un poco después de las once me dormí.
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