sábado, 27 de marzo de 2010

El final de la historia...

Leí hace un tiempo -no recuerdo si en un libro o en un blog- que una de las formas de desarrollar tu estilo de escritura es tratar de escribir al estilo del escritor al que admiras. En mi caso sería algo entre lo preciso de Hemingway -me he leído El Viejo y El Mar como veinte veces-, el optimismo de Dickens -creo que también me tocará pegar etiquetas al betún para zapatos- la imaginación de Verne y Asimov y el ritmo de Grisham. García Márquez también sería -de atender este consejo- muy reflejado en mis propios escritor.

En mi época de la universidad también me leí casi todo lo de Mark Twain, junto con un par de libros sobre Mark Twain. Un caso el tipo, como la mayoría de escritores clásicos. Respondiendo a una carta de un joven que le pedía consejos para desarrollarse como escritor terminaba con algo como esto: ... y he escuchado decir que el consumo de pescado mejora la inteligencia, por lo que debo recomendarle con entusiasmo que consuma productos marinos, en su caso no mucho, con una ballena estaría bien.

Una serie de cuentos -o algo así- se propuso -luego de despotricar sobre ellas- a escribir el final de las historias que había escuchado en la escuela dominical de su iglesia. Algo así como que decir que nueve meses después que Blanca Nieves se casó con el Prícipe Azul dió a luz a un enanito.

Así que con perdón de Daniel Goleman y su Inteligencia Emocional -uno de los poquísimos libros que he comprado en mi vida- terminaré la clásica historia en la que se inspiró para escribir su famoso libro. Como dicen en los libros serios, las negritas cursivas son mías.

Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de Nueva York. Uno de esos días asfixiantes que hacen que la gente se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino de regreso a mi hotel, tomé un autobús en la avenida Madison y, apenas subí al vehículo, me impresionó la cálida bienvenida del conductor, un hombre de raza negra de mediana edad en cuyo rostro se esbozaba una sonrisa entusiasta, que me obsequió con un amistoso « ¡Hola! ¿Cómo está?», un saludo con el que recibía a todos los viajeros que subían al autobús mientras éste iba serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la ciudad. Pero, aunque todos los pasajeros eran recibidos con idéntica amabilidad, el sofocante clima del día parecía afectarles hasta el punto de que muy pocos le devolvían el saludo.
No obstante, a medida que el autobús reptaba pesadamente a través del laberinto urbano, iba teniendo lugar una lenta y mágica transformación. El conductor inició, en voz alta, un diálogo consigo mismo, dirigido a todos los viajeros, en el que iba comentando generosamente las escenas que desfilaban ante nuestros ojos: rebajas en esos grandes almacenes, una hermosa exposición en aquel museo y qué decir de la película recién estrenada en el cine de la manzana siguiente.
La evidente satisfacción que le producía hablarnos de las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad era contagiosa, y cada vez que un pasajero llegaba al final de su trayecto y descendía del vehículo, parecía haberse sacudido de encima el halo de irritación con el que subiera y, cuando el conductor le despedía con un «¡Hasta la vista! ¡Que tenga un buen día!», todos respondían con una abierta sonrisa.

Algunas horas más tarde, siendo ya una fresca noche en Nueva York, la policía consignó a nuestro conductor de autobús, quien aún se veía muy animado e iba conduciendo, zigzageando alegremente por las calles. El conductor pasó la noche en la carcel acusado de manejar un vehículo público bajo efectos de estupefacientes: Fué encontrada una buena cantidad de hierba bajo el asiento del conductor.

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